Desconectados

Estamos en una fiesta. Hay gente rica por todos lados, vestidos largos, boinas, pipas, camperas de cuero. Difícilmente uno podría darse cuenta de qué época es si no lo supiera con certeza. Sol me dice que nos invitó Climent, que ya va a aparecer. Yo me impaciento un poco, no me gusta la gente desconocida y drogada con sintéticas, me cuesta conectar con su fiesta. Climent aparece y nos saluda. Es un buen tipo, una vez trabajé para él, pero es de esa gente que está en sus cosas y tampoco dice mucho cuales son. Nunca tiene tiempo, te habla apurado, se ríe y se va a otro lugar, debe tener que saludar a mucha gente. En mi cara el tedio ya es evidente y logro convencer a Sol de que nos vayamos. Salimos, hace frío, y con una seña paramos un taxi. 
Vivimos con amigos en una casa okupa. Esas cosas que uno hace cuando está viajando. La casa es muy blanca por dentro, con piso de madera, tiene varios sofás y un robot de menos de un metro en buen estado, al que llamamos robotina porque es rosa y es cliché. Si bien somos varios ahí y hay un solo baño, nos las arreglamos. La zona de la casa es complicada, hay que llegar si o si en taxi. Está cercada por puentes donde viven cantidades exageradas de mendigos. Mendigos viejos que no hablan. Siempre le digo a Sol que es probable que sean extranjeros, como nosotros, pero sacarles una palabra es imposible. A veces, hasta peligroso. Es mejor no pasar de noche por ahí. Una vez llegando a casa el taxi pinchó una goma y nos quedamos en una esquina de edificios grises repletos de gente. En ese momento no conocíamos esa esquina, hoy sabemos que salimos vivos de milagro. Ese lugar no está en los mapas. 
El taxi demora, nos va a salir carísimo. Todo por esa fiesta. Pero Sol está contenta de haber saludado a Climent y eso me alegra un poco. No somos novios, esas palabras son del siglo pasado, pero la pasamos bien juntos, sobre todo con éste frío. Al llegar a casa vemos lo peor. Los pibes no están. Alguien dejó una ventana mal cerrada y la casa se llenó de mendigos. Unos hacen cola para ir al baño, otros duermen en el living o beben en alguno de los sofás. Son muchos, echarlos está fuera de nuestras capacidades físicas. No dicen nada. Nos miran sin desafiarnos. Sol me dice que carguemos las mochilas y nos vayamos con Robotina a otro lado, que tiene la llave del piso de una mina que conoce su madre y que nunca está en casa. Ya en la calle hace frío, mucho frío y para calentarnos nos abrazamos. Tomamos otro taxi y llegamos a lo de la mina. Nos tiramos un rato ahí en los sillones y nos damos cuenta de que nunca vamos a tener una casa así, con tanto lujo y tan poco frío. Robotina pone música relajante, da vueltas por el salón y todo parece maravilloso y pacífico. Pocas veces viajando uno se siente tan cómodo.
Pero la paz no dura y la mina entra, con sus lentes grandes, bolsas en la mano, un corte carré teñido de negro azabache, perfecto para la villana de una película mala del siglo XX. Sol le intenta explicar que ella y su madre eran amigas hace tiempo pero la mujer está en shock y amenaza llamar a la policía. Nos vamos rápido los tres, subimos a la terraza y contemplamos la ciudad. Vemos los puentes que cercaban nuestra vieja casa okupa y el barrio de la fiesta. Jugamos a ver quien puede encontrar la esquina gris fuera de los mapas, pero, aunque Sol dice que es es la que señala yo estoy seguro de que estaba más lejos. De repente nos miramos y nos damos cuenta de algo: no movemos los labios para hablar. Es como si todo éste tiempo las palabras hubieran viajado entre nuestras mentes de algún modo, mientras nuestras bocas permanecían cerradas.   
Siento un escalofrío y veo como el hechizo se rompe. Unos cables azules caen de nuestros cuellos y espaldas, colgando inertes desde la cintura. Estamos desconcertados. Con miedo balbuceamos algunas palabras torpes que raspan la garganta y hacen zumbar los oídos. Por primera vez hablamos entre nosotros y nos ponemos a conversar de todo, como si conversar con las bocas fuera mejor que con las mentes. Hablamos de Yoga y de nutrición, de artes marciales y arreglos florales chinos, de música rock y de fiestas de pueblo. Nos contamos historias de viajes, viejas y nuevas, y reímos por primera vez con la boca abierta y los dientes al aire. 
No sé cuánto tiempo pasamos en la terraza hablando, pero por fin nos olvidamos del frío. Robotina, que siempre había estado ahí tan tranquila, empieza a moverse inquieta y a cambiar de color. No dudamos. La tomamos entre los dos y la empujamos desde la cornisa. La robot se estrella contra el suelo y el aceite chorrea como sangre. Nosotros nos miramos sin culpa, con la frialdad de unos asesinos y con la inocencia de animales en peligro. Caemos en la cuenta de que ya somos, también, mendigos mudos.




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